CARTA A MENECEO ¿hedonismo?

Hice este trabajo porque me pareció un referente de «no todo es lo que parece» o de «las simplificaciones siempre son engañosas». Lo he titulado Carta a Meneceo ¿hedonismo?, porque, aunque Epicureo es referente (así lo referenciaba él mismo) del hedonismo desde la antigua Grecia, dudo de que muchos que se identifican con esta corriente conozcan realmente su pensamiento.

Si cada quien es hijo de su tiempo y circunstancia, Epicuro vino a demostrar que, si bien ambos son accidentes que nos pueden venir impuestos, lo que hagamos con ellos depende en gran medida de nuestra propia voluntad.

Epicuro era hombre de salud delicada: padecía una penosa enfermedad renal y tal vez también una hidropesía, como consecuencia de la anterior. Esto explica, en gran medida, que su interés se centrara casi exclusivamente en la ética (entendida esta como la vertiente filosófica útil para gestionar esa vida de padecimientos), pues como él mismo preconizaba: «faltando el bienestar que produce la falta de dolor, ninguna otra cosa llega a importar mucho».

Probablemente fuera este orden de reflexiones el que le indujera a menospreciar el dinero y las dignidades, centrando su atención por completo en cultivar la paz y la tranquilidad de ánimo, a fin de alcanzar el estado de felicidad y placer que se definía desde la “ataraxia” o ausencia de toda perturbación.

Al fundador del epicureismo se le atribuye un carácter afable; Séneca, a pesar de pertenecer a la escuela rival de los estoicos, escribió de él ”…las grandes almas epicúreas no las hizo la doctrina, sino la asidua compañía del maestro”; lo que indica, sin duda, un pertinaz trabajo desde su propia naturaleza, a fin de que sus padecimientos no acabaran por agriarle el carácter, como suele ser común en esos casos.

Tales antecedentes quizás expliquen por qué esta carta o epístola, dirigida por Epicúreo a uno de sus discípulos, es la más celebrada de la historia, ya que contiene todos los consejos éticos del maestro, concentrados en un corto resumen:

En la misma comienza por establecer un orden de prioridades en cuanto a aquello en lo que merece la pena invertir nuestro tiempo, declarando que “…No por ser joven no se aplique uno a la filosofía, ni, viejo, se canse por ello de filosofar. Nadie hay que no esté a tiempo, o al que haya pasado su hora, para la salud del alma”.

El maestro del Jardín recomienda a su discípulo la filosofía como camino para alcanzar la felicidad, probablemente, como ya había apuntado con anterioridad, porque fuera en ella donde él mismo encontrara la templanza necesaria para sobrellevar con serenidad sus muchos padecimientos, lo que explicita del siguiente modo Conviene, por tanto, atender a lo que hace la felicidad, porque, cuando somos felices, todo lo tenemos, y en cambio, cuando no, todo lo hacemos por lograrla”.

La suya, siendo una filosofía hedonista, no se asemeja sin embargo a la visión cínica de esta corriente, sino que más bien se centra en usar la observación de la naturaleza para contrarrestar todo aquello que pudiera acarrear sufrimientos, tanto físicos o psicológico, al ser humano. Entendiendo, para ello, que si el dolor o la enfermedad son las principales fuentes de sufrimiento físico, el miedo, y en concreto el miedo a la muerte, se constituye como la principal fuente generadora de sufrimiento psicológico.

No obstante, se advierte aquí una constante preocupación por el sentido que de sus palabras pudieran traducir los jóvenes más inexpertos e impulsivos, ejercitándose en aclarar que el placer que persigue no es un placer fácil u obvio, y que no se trata de lo placeres corruptos de los que les acusaban otras escuelas rivales, sino de aquel que se obtiene al disfrutar de las pequeñas cosas en virtud a la ausencia de sufrimiento: “Y pues esto es el más principal bien y connatural, por ello es que no aceptamos cualquier tipo de placer, sino que muchos hay que rechazamos, cuando sus secuelas pueden sernos muy enojosas; y muchos tipos hay de dolor que creemos preferibles al placer, cuando acompaña a estos dolores, tras largo tiempo de soportarlos, un mayor placer”.

Defiende que el placer depende más de la necesidad con la que se disfrute de un trozo de pan y un poco de agua que del lujo superfluo con el que se atiborre una mesa. En este sentido, sería pertinente reflexionar sobre la exactitud  de dicha observación, pues el disfrute de los placeres no es directamente proporcional al valor intrínseco del bien que se disfrute, como es fácil comprobar, sino de la necesidad que se tenga del mismo y de la capacidad de valorar lo que ese bien pueda proporcionarnos. Así una persona humilde puede experimentar mayor placer en un trozo de pan que otra de un manjar, que a fuerza de derroche, ya no sepa valorar; con lo que el placer es más una actitud interna que la consecuencia de circunstancias externas. De aquí se deduce también que uno de los factores que más favorece al deleite de los pequeños placeres es la contención en estos mismos deleites: la frugalidad en el comer y en el beber, huir de una vida disoluta y evitar el exceso de comodidad en las posiciones corporales, no solo proporcionan un mayor bienestar físico y psicológico, sino que favorece un mayor placer cuando nos permitimos el disfrute de estos pequeños placeres “los alimentos frugales pueden comportar disgusto, pero igual que una comida bien surtida, una vez superado el dolor que produce necesitar algo, el pan y el agua proporcionan el más alto placer, cuando uno tiene real necesidad de ellos”.

No obstante, Epicuro no prohíbe a sus discípulos el disfrute de lujos, al contrario, estima que quien ha controlado su naturaleza y la ha curtido con la prudencia, puede disfrutar de ellos sin temer la posterior pérdida acostumbrarse a comidas sencillas, no bien surtidas, asegura la salud y hace que el hombre soporte sin amargura las necesidades vitales, y, si a intervalos nos acercamos a la abundancia, nos hace mejor dispuestos a afrontar y nos prepara para no temer al azar”.

La prudencia es pues, junto a la sencillez en la vida y la libertad de toda dependencia a lujo alguno, el bien mayor “el principio de todo esto, y el mayor bien, es la prudencia, y por ello la prudencia es más apreciable incluso que la filosofía; de ella nacen las demás virtudes”; esta ha de usarse tanto para escoger o rechazar bienes, cuando de ellos se deriven mayores perjuicios, como para eludir o aceptar dolores cuando sepamos que estos son necesarios para un mayor bien.

En este sentido es curiosa e interesante su deducción de que la creencia en un destino regido por los dioses, provoca mayor incertidumbre y en consecuencia mayor sufrimiento, que ventajas: “es impío no el que quiere acabar con los dioses del vulgo, sino el que atribuye a los dioses las opiniones del vulgo. Porque las aseveraciones de los mas sobre los dioses no son ideas innatas, antes engañosas conjeturas; por eso es que los malos reciben de los dioses los peores males y los buenos lo mas que los sirve, porque los dioses, como les es propio, viven siempre en el cultivo de las virtudes y reciben a los que en esto son sus semejantes, mientras que consideran extraño lo que no se asemeja a ellos”. De sus argumentaciones se puede deducir que, si bien parece atestiguar su creencia en la existencia de dioses, contempla esta como la de seres superiores, eternos, pero que en nada influyen en la vida humana. Entiende Epicuro que no somos capaces de ver más allá de nosotros mismos, por lo que no somos capaces de entender la naturaleza incorruptible de los dioses; y, por tanto, y ante la incapacidad de comprender una naturaleza tan dispar a la nuestra, les atribuimos cualidades humanas.

Siendo así, al hilo del mismo argumento, estima que la creencia en dioses que observan, juzgan y dirigen la vida humana, decidiendo premiar o castigar según la conducta observada y juzgada, lejos de suponer un aliciente o un alivio, solo puede acarrear mayores perjuicios; ya que si uno considera que ha actuado bien y recibe males: o duda de los dioses o de su propia bondad; lo que no podría sino ser motivo de miedos, sentimientos de culpa y, en consecuencia, angustias. En cambio, si se contempla la existencia de los dioses como seres ausentes de nuestro devenir, no esperando de ellos ningún favor, pero tampoco perjuicio alguno, ningún perjuicio moral devendrá del padecimiento de enfermedades o accidentes de cualquier tipo, que no acarrearán consigo la culpa de pensar que hemos podido actuar de forma que los hayamos ofendido. Por tanto estaremos en mejores condiciones de analizar las situaciones y afrontarlas de la mejor manera para minimizar los males y perseguir el mayor bien.

Pero quizás unos de los puntos más interesantes de su disertación ética se encuentre en la conclusión lógica a la que llega, como consecuencia de la simple observación de la naturaleza, con respecto a la muerte “Acostúmbrate a considerar que la muerte no es nada para nosotros, puesto que todo bien y todo mal están en la sensación y la muerte es pérdida de sensación. . Por ello, el recto conocimiento de que la muerte no es nada para nosotros hace amable nuestra vida mortal, no porque le añada un tiempo indefinido, sino porque suprime el anhelo de inmortalidad”.

Ciertamente, parece bastante lógico que, un sentimiento común a todo ser humano, como es el temor a la muerte, no resiste un análisis desapasionado como al que lo somete el maestro del Samos; como bien apunta, en el siguiente párrafo “…Así pues, el más estremecedor de los males, la muerte, no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros somos, la muerte no está presente y cuando la muerte está presente, nosotros no somos. Entonces, no existe ni para los vivos ni para los muertos…”.

En cualquier caso, y continuando con el hilo de argumentación propuesto por Epicuro, lo cierto es que una vez asumida la muerte, no como un mal, sino como una consecuencia inseparable del devenir constante de la naturaleza, podremos suprimir el miedo que la misma acostumbra a llevar aparejado, con una simple deducción lógica de lo que la muerte es y de cómo nos afecta realmente, puesto que todo miedo a la muerte es un miedo irracional a algo que no es nada en relación con la vida.

Permítaseme, a modo de reflexión, el siguiente «koan»: Ya que la muerte existe solo en tercera persona, pues de ella todos son conscientes de la ajena y nadie de la propia; en un supuesto de cataclismo y extinción total, ¿estaríamos ante la presencia total de la muerte o ante la desaparición de la misma? Pues ¿dónde queda el concepto de muerte si no hay quien pueda observarla?

Pero volviendo al análisis de la carta a Meneceo; en un tiempo donde la situación social y política condujo a instrumentalizar la filosofía, transformando el afán por conocer en un interés por aprender el arte de vivir, no resultaba extraño que las doctrinas se llevaran a unos términos que hoy consideraríamos esperpénticos (como en el caso del cínico Diógenes de Sirope que llevó su grado de rechazó a las necesidades superfluas al extremo de tirar la escudilla en la que comía, cuando vio a un niño beber en la mano de su madre). En este contexto, el suicidio para escapar de una vida saturada de molestias e incomodidades era una opción aconsejada por algunas escuelas, como la estoica. Es posible, pues, que Epicuro, temiendo tal vez una lectura en exceso entusiasta, en cuanto al desprecio a la muerte, intentase marcar unos límites claros de equilibrio, desacreditando a quienes preconizaban esta vía, sin que parecieran considerarla una opción para ellos mismos. “Pero todavía peor quien dice que lo mejor es no haber nacido y, si se ha nacido, pasar cuanto antes las puertas del Hades; peor, sí, porque, si está convencido de lo que dice, ¿cómo no deja la vida? Si de cierto es éste su pensamiento, bien puede realizarlo. Y si lo dice por burla, habla en necio de un tema que no lo consiente”.

Como contrapunto a esta doctrina, Epicuro aporta una visión serena de la vida, sin expectativas pero sin fatalismos. Su doctrina entiende la vida y la muerte como dos caras de la misma moneda, ni rechaza la vida, pues la considera una oportunidad para alcanzar la felicidad a través del trabajo de la propia personalidad, ni teme a la muerte, que en realidad no es nada para quien la experimenta. Llega de este modo el filósofo de Samos a idéntica conclusión que sus rivales estoicos, en cuanto a la necesidad de adaptarse a las circunstancias y fluir con ellas, aunque por distintos motivos, ya que mientras los estoicos reniegan de la libertad individual, creyendo que todo está determinado por necesidad en la naturaleza, Epicúreo aboga por esta, otorgando el poder de alcanzar las metas propuestas tanto a la constancia en el trabajo llevado a cabo a tal fin, como a la prudencia a la hora de elegir dichas metas “Hay que recordar que el futuro no es nuestro, ni del todo no nuestro, para así no abandonarnos completamente a la esperanza de que será, ni tampoco desesperar de que sea. Es decir, no esperemos que venga con certeza, ni desesperemos con certeza pensando que nunca llegará.

En el sentido de elegir con prudencia las metas a conseguir, aboga por una visión de la vida donde se obtiene mayor felicidad descubriendo cuantas cosas no necesitamos que intentando conseguirlas. Para lo cual hace un análisis exhaustivo de qué se puede considerar un bien a perseguir y qué, pareciéndolo, a la larga constituiría un malEs conveniente pensar en todo esto calculando y sopesando la utilidad o la inconveniencia que de ellos puede seguirse, porque hay veces en que un bien se nos hace un mal, al disfrutarlo, y, a la inversa, veces en que un mal se nos hace un bien”.

Para alcanzar la ataraxia o imperturbabilidad, considera imprescindible relativizar los males más que rehuirlos, restándole la carga negativa del miedo que llevan aparejados, y lo hace desde el mismo punto de pragmatismo con el que se enfrenta a la idea de la muerte “Puesto que, si uno tiene opiniones reverentes sobre los dioses y no siente en lo absoluto miedo ante la muerte y es capaz de razonar el fin natural de las cosas y de considerar que la cima de los bienes puede lograrse y es fácil de  conseguir, y la de los males por poco tiempo dura y poco esfuerzo cuesta”. Con lo que para los dolores que se alargan en el tiempo, el cuerpo acaba por acostumbrarse, convirtiéndolos en llevaderos, y para aquellos cuya intensidad pueda resultar tan intensa que no parezca soportable, quizás por ello mismo, tendrán poca duración. Aunque posiblemente también esta parte de su doctrina tenga origen en la propia experiencia, quizás se pueda considerar una de las más difíciles de asumir. Sabido es que también los estoicos preconizaban la indiferencia frente al dolor, aunque con enfoque distinto, y también que no faltó quien abandonara la escuela, harto de soportar dolor, aludiendo que ya no le parecía algo que se pudiera considerar indiferente.

Por otro lado, si relativizó el poder de los dioses en cuanto al devenir humano, más tajante se muestra con la ley natural del destino que preconizan los estoicos “…y si se ríe del destino, que algunos consideran señor despótico de todas las cosas” “Porque mas valía estar de acuerdo con la historia mítica de los dioses que esclavizarse al destino de los que todo lo centran en la naturaleza…”, con lo que la responsabilidad de cómo se viva la vida recae en cada cual y en su manera de entenderla.

Se podría decir que Epicuro encuentra el secreto para escapar a las limitaciones del ser mortal justo en la asunción de su propia mortalidad y vulnerabilidad «…ejercítate en estos pensamientos y los análogos día y noche, sea a solas o con alguno semejante a ti. Así nunca serás perturbado, estés despierto o dormido, sino que vivirás como un dios entre los hombres. Ya que el ser humano pierde toda semblanza mortal al vivir en medio de bendiciones inmortales”, y esto le ayuda a proyectarse por encima de las cadenas que imponen el miedo o el dolor.

El conjunto de su alegato resulta, pues, una invitación a encontrar la serenidad, no en vanas esperanzas en un después, un más allá o un tal vez, que no supone más que una huida hacia delante de la vida que es; sino en un encontrar la paz justamente en la asunción de lo que la vida y la muerte son. Pues el miedo a morir es también el miedo a vivir.

En definitiva, y trasladando sus enseñanzas hasta nuestros días, encontramos muchas reflexiones de no poca profundidad, comenzando por que, según podemos leer en tratados como “Epicuro, epicureos y el epicureismo” de Salvador Más, Epicuro solicitaba a sus discípulos que memorizaran sus enseñanzas, pero no con el tipo de memorización mecánico, sino desde una interiorización necesaria para un verdadero conocimiento, a fin de que los conceptos pasen a formar parte de la más íntima naturaleza de quien estudia, que es la única forma de ser capaz de llevarlos a la práctica en momentos de sufrimiento.

Estas palabras poseen además unas características de “performance”, ya que su poder no procede tanto de las palabras que deben recordarse en sí, sino que tal memorización ha de hacerse en el marco de un contexto dado. Es por lo que los textos más complejos no estaban a disposición de todos. Así, solo después de haber hecho íntimamente suyas las verdades “oraculares” podían aspirar a acceder a las cartas, y solo unos pocos llegarían a estudiar obras como “De natura”.

En realidad, el epicureismo y el estoicismo comparten muchos puntos en común: ambos relativizan los males, ambos persigue la ataraxia y ambos abogan por una vida sencilla, no sujeta a pasiones; la diferencias entre ellas radica justo en la creencia en un destino y un más allá o trasmundo por parte de los estoicos, que curiosamente consigue un efecto pesimista en su visión de la vida, pues si lo mejor de la vida está justo en el devenir, tras la muerte, lo mejor es pasar cuanto antes de esta vida, sujeta a la cárcel del cuerpo y a los dolores. Mientras que Epicuro, que no cree en el determinismo, aunque no teme ni rehúye la muerte, tampoco la anhela, ¿por qué habría de hacerlo?, pues ve en cada instante una nueva oportunidad para ser feliz.

Esta concepción de la realidad encuentra su lógica en su concepto de muerte, que si bien no resulta temible, pues en nada afecta a quien la experimenta, tampoco existe en ella nada que haya de esperarse, pues no significa otra cosa que ausencia.

Pero Epicuro llega más allá en su enseñanza esotérica, proponiendo que la interiorización de estos conceptos, que forman parte de sus enseñanzas, modifican la estructura atómica del individuo, punto de partida de su concepto de tetrafármaco, lo que plantea un interesante punto de partida de debate sobre si la propensión a enfermar, por ejemplo, es achacable a un destino prefijado, a un azar desafortunado, o a las consecuencias de el propio proceso mental del individuo, teoría que hoy día estaría siendo estudiada desde aquellos sectores que  trabajan la decodificación biológica.

Epicuro aboga por este concepto de tetrafármaco en cuatro vertientes: la superación del miedo a los dioses, superación del miedo a la muerte, superación del miedo al dolor y superación del miedo al futuro; y lo cierto es que, observando el proceso mental y la realidad de personas excesivamente aprehensivas o hipocondríacas, podríamos deducir que el porcentaje de las mismas que, lejos de obtener buenos resultados previniendo enfermedades, merced a sus muchas precauciones y cuidados, parecen más propensas a atraerlas; alejándose del mero azar estadístico. Lo que bien puede indicar que no andaba errado el buen Epicuro al suponer que las emociones pueden llegar a modificar la estructura interna del individuo, convirtiendo a aquellas que suelen acompañar al temor, en los ingredientes estructurales del enfermo, como individuo que atrae las enfermedades o cultiva en sí mismo el campo abonado que permita el desarrollo de las mismas. De hecho, hoy en día ya no es ningún secreto la enorme influencia que el factor psicosomático tiene sobre nuestra salud.

Podríamos llevar más lejos aún esta consideración, desde nuestra concepción actual de la física indeterminista, y proponer una explicación lógica a dicha correlación.

Hay un párrafo de la misiva, casi al final de la misma, que encierra un curioso análisis de lo que el filósofo estima como correlación de comportamiento en la realidad, dice así:

“Diversamente a lo que cree la mayoría, nuestro hombre estima que el azar no es un dios -pues nada desordenado hace la divinidad- y que las causas de las cosas no radican en algo incierto -pues no cree que del destino se deriven para los hombres bien y mal, determinantes de una vida feliz, aunque sí que los principios de los bienes y de los males importantes provienen de él. Nuestro hombre juzga, en fin, que mejor es tener un recto juicio y mala fortuna que ser afortunada y carecer de tino -pues lo que en definitiva vale, en nuestras acciones, es que el destino premia el buen juicio

Da que pensar, desde luego, que si bien parece innegable el hecho de que no todo puede ser fruto de una constitución azarosa del acontecer, pues, como bien apuntaba Aristóteles y, en este sentido, también los estoicos, el hecho de que exista ciencia es prueba fehaciente de que existe una ley natural que une seres y acontecimientos, en un “lo mismo de lo diverso”, de tal modo que podamos prever comportamientos y formular hipótesis; no es menos interesante, entroncando directamente con lo expuesto por Epicuro, observar como las variaciones y excepciones a dichas leyes, que siempre las hay, tampoco parecen obedecer a un simple azar. A tal efecto parece innegable, a menos que se observe la realidad, que existe un patrón que no es posible achacar exclusivamente al funcionamiento de una ruleta vital.

Parece evidente la realidad de la capacidad de contagio y expansión de las desgracias, el pesimismo, la fatalidad o la miseria. Todas estas cosas acostumbran a expandirse creando pandemias y crisis como si de un virus se tratara, y el refranero español está lleno de referencias a esta circunstancia “a perro flaco todo se le vuelven pulgas”, “las desgracias nunca vienen solas” y un largo etcétera. A tal efecto, pareciera que solo es preciso contagiar el estado de ánimo que las acompaña para encender la mecha que hace estallar la desgracia colectiva. Del mismo modo también parece posible contagiar los resortes que mueven el mecanismo de la ventura y observar que un ambiente propicio es, habitualmente, acompañado por golpes de fortuna y oportunidades venturosas.

Es probable que fuera a este orden de observaciones a las que pudiera referirse con un párrafo como el que sigue “Nuestro hombre juzga, en fin, que mejor es tener un recto juicio y mala fortuna que ser afortunada y carecer de tino -pues lo que en definitiva vale, en nuestras acciones, es que el destino premia el buen juicio”; pues no podemos olvidar que para el filósofo de Samos, dicha correlación, en ningún caso sería consecuencia ni de la intervención divina, en la que no creía, ni de la existencia de un destino predeterminado, que también negaba; con lo que o está relacionado con un proceso de causa y efecto explicable desde la modificación en lo observado por parte del observador, en virtud de la observación misma, o no existe correlación alguna que justifique la creencia en que “el destino premia el buen tino”. Desde luego, también pudiera estar refiriéndose a que cada cual va marcando su propio destino con su sabio juicio y su recta razón, aunque habría que explicar de qué modo conseguiría tal rectitud modificar los avatares del destino; pero quien sabe.

 

“Carta a Meneceo”, traducción de C. Miralles.

“Epicuro, epicúreos y el epicureismo en Roma”, Salvador Más Torres, UNED

“Historia de la Filosofía”, Guillermo Fraile, B.A.C. decimotercera edición, Madrid 2018.

“¿Podemos cambiar el pasado?”, Igor Novikov y “Especulaciones sobre el futuro”, Kip S. Thorne; dentro del libro recopilatorio “El futuro del espaciotiempo” CRÍTICA, segunda edición, Barcelona 2003.

“Tiempo, amor, memoria”: en busca de los orígenes del comportamiento, Jonathan Weiner.—Círculo de lectores, Barcelona 2001.

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