Hasta siempre Abuela

Hoy subo estos 36 escalones para entonar un hasta siempre a una personita muy especial, uno de los seres más bonitos con quien he tenido el honor de coincidir en esta vida.

La abuela Virginia se ha ido. Decidió marcharse al lado de su hijo Rafael, mientras dormía, para que nadie tuviera ocasión de angustiarse. No estoy triste, vivió largo tiempo y lo hizo de forma intensa; amó mucho y entendió casi todo lo que merecía la pena ser entendido, así que estoy segura de que pocos llevan tanta luz acumulada para su viaje.

La abuelita Virginia en realidad no era mi abuela sino la de mi marido, aunque yo decidí adoptarla como propia, en parte porque no conocí a mi abuela paterna, que también era hija única, como ella, en parte porque pensé que si la vida me regalaba una oportunidad así, hubiese sido imperdonable no agradecer el regalo.

La historia de la abuela fue, sin duda, un ejemplo para todos: Tuvo cinco hijos, pero en la plenitud de su vida le tocó beber el amargo trago de dos grandes perdidas; la de un marido al que adoraba, y la de uno de sus hijos en la plenitud de su vida, que dejaba viuda y una pequeña huérfana de tan solo dos añitos, demasiado lejos de ella como para poner consolarlas y ofrecerles su cariño, con la cercanía que le hubiese gustado.

La abuela Virginia, por tanto, vivió una vida intensa, llena de luces y sombras, de llegadas y partidas, de momentos dulces y otros demasiado amargos. No sería difícil encontrar a quienes, en buen derecho, tras alguna experiencia parecida, tuviesen argumentos para convertir su vida en un drama; pero la abuela Virgina no podía quejarse porque había tenido mucha suerte en la vida: eso es al menos lo que ella solía repetir con frecuencia, jalonando su comentario con la sentencia -«es que es verdad»- y acompañando su sentencia de una risita satisfecha; la de la niña que acaba de hacerte partícipe de su gran secreto.

Para la abuela todos sus hijos eran los mejores, todas sus nueras las más buenas y cariñosas y todos sus yernos las mejores personas que sus hijas podían haber conocido. De este modo según pasaban los años, fue incluyendo en su particular valoración a cada nieto y nieta y fue sumando bisnietos y bisnietas.

A sus cien años recordaba y reconocía a todos y cada uno de sus numerosos nietos y, cuando se refería a ellos, lo hacía acompañando su nombre de un elogio y, con cada elogio, una característica concreta y única de aquel al quien hiciera referencia; porque había un lugar exclusivo para cada uno en su enorme corazón. De tal modo que, como en una suerte de profecía auto cumplida, la abuela consiguió que su familia tuviese el brillo que ella le confería. Porque no hay luz más verdadera que aquella que transforma el mundo desde la propia mirada, y Virginia Gámez Vargas tenía polvos de hadas en sus cansadas retinas.

Si alguien, de algún modo, hacía referencia a la historia de sus dos grandes pérdidas, bajaba su mirada algo vidriosa y se entristecía, claro; esos dos amores perdidos estarían para siempre en un rincón exclusivo y eterno de su corazón, que duda cabe. Pero a la Abuela, esas historias, que respetaba demasiado, nunca le sirvieron de excusa para justificar un carácter amargado.

Estar a su lado era salir vitalizada, porque ella se alegraba de cada presencia y jamás se acordaba de reprochar una ausencia demasiado prolongada. Agradecía cada visita con caricias y dulces miradas de sus nublados ojos, que veían más que ningunos, aunque apenas distinguieran los contornos; quizás porque las imágenes de este mundo ya no podían ocultarle la realidad. En cada visita había un elogio a lo guapo o guapa que estaba cada cual y un «hija, que buena eres».

A pesar de no tener hermanos ni sobrinos, en cada celebración conseguía reunir en derredor suyo a un montón de gente. Anoche mi suegro recordaba como mi suegra, que la precedió en este último viaje, siempre le decía –¡hay que ver, abuela, que eras hija única y la que has formado!-.

Era pudorosa, más por consideración a los demás que por recato propio. No quería que nadie tuviera que ocuparse de limpiar sus intimidades y, casi hasta el final, cuando ya no pudo hacerlo, insistió en ocuparse ella misma.

No sé si alguna vez estuvo incómoda o pasó un mal rato, pero si fue así, lo olvidó y dejó que todos lo hiciéramos, pero jamás olvidaría que en alguna de sus visitas a casa yo le había ofrecido un caldito que a ella le había parecido el más sabroso que había tomado y que me recordaría treinta años más tarde.

Hace unos cuatro años estuvo ingresada en el hospital San Juan de Dios. La había llevado allí una neumonía que, cuando ya casi había superado, se complicó con una angina de pecho. Recuerdo que la habitación era demasiado pequeña para dos camas, aunque a ella le parecía comodísima. En pocos días, y a pesar de estar bastante fastidiada, se había metido en el bolsillo a enfermeras, vecinos de habitación y familiares propios y ajenos, que bromeaban con ella diciendo -«lo malo que tiene esta mujer es que no quiere comer»-. A lo que ella, como movida por un resorte, respondía: -«¡uy! no no, yo sí que quiero comer»- adornando su respuesta con su dulce risita traviesa.

Recuerdo una de nuestras visitas. Dedicó unos diez minutos a explicar que el médico le había dicho que el culpable de su mal era del aire acondicionado. Aunque ella solía sentarse en el patio porque no le gustaban los ambientes acondicionados de forma artificial y en mayo, en Sevilla, el riesgo de resfriarse en la calle es prácticamente inexistente, no dudó en aceptar que se habría resfriado en el patio, ¿que se le iba a hacer? Inmediatamente, dejo claro que, no obstante, no podía quejarse porque ya estaba mejor y se sentía la mar de bien. El resto del tiempo, tras alagar a médicos y enfermeras, estimó que era más importante dedicarlo a preguntar por los niños y familiares de los visitantes y centrarse en mostrar su sincera preocupación por los percances de los que alguno de los presentes había hecho referencia, acerca del resbalón sufrido por su hijo o el estado de su madre, que andar preocupándose por una misma.

La abuela Virginia no sabía meditar ni conocía filosofía o camino espiritual alguno, pero tenía mucho que enseñar a muchos de los considerados grandes maestros. No olvidaré aquellos ratos en casa de mis suegros: Cenábamos juntos y ella se tomaba su cervecita bien fría, que era lo que más le gustaba, luego, como casi no oía y se cansaba de estar levantada, solía acostarse temprano. Cuando nos despedíamos para volver a casa, yo solía entrar sigilosa en su habitación y darle un beso en la frente mientras le susurraba «buenas noches preciosa», y ella, a pesar de su acusada sordera, casi siempre me escuchaba, retenía unos instantes mi mano con la suya y me respondía «tú sí que eres preciosa»

Ahora solo puedo añadir «Feliz viaje preciosa»

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3 comentarios en «Hasta siempre Abuela»

  1. Maricarmen Jimenez Puerto

    La vi poco pero me contaban lo maravillosa que era , siempre que se recuerde estará entre vosotros yo también la recordaré.D.E.P.