Un tapiz desmembrado

Hola amigos. Dejadme hoy acercarme a estos peldaños, que pretende ser herramienta para subir a otro piso de nuestra realidad, para compartir con vosotros una reflexión. He de aclarar, no obstante, que me acerco con la necesidad de verbalizar retazos de un tapiz aún desmembrado, sin certeza alguna de que yo pueda ser capaz de ensamblar la armonía que le intuyo.

Durante algunos años hemos ido compartiendo reflexiones sobre el posible nexo de unión entre nuestra realidad visible, la naturaleza y comportamiento del mundo cuántico, y las enseñanzas que distintos maestros nos han legado a lo largo de nuestra historia. A tal punto que, parece claro en estos momentos, al menos en este canal de la realidad que ahora comparto con vosotros, que esto de lo que hablamos y sobre lo que hemos reflexionado en tantas ocasiones, ya está aceptado y no deja margen a la duda.

Actualmente, el hecho de que la realidad visible y su naturaleza están absolutamente ligadas y son dependientes de la realidad mental que experimentamos, es algo compartido por multitud de investigadores, científicos y estudiosos de muy diversas disciplinas, que incluyen la medicina, la física o la psicología. A este respecto, grandes físicos como Fritjof Capra o Michio Kaku han escrito libros y dado conferencias reflexionando sobre la similitud entre la física cuántica y el tao, o sobre las consecuencias del comportamiento de lo no visible en el mundo visible. Por otro lado, ya quedan pocos médicos que no suscriban la premisa de que la mayoría de las enfermedades tienen un origen, o cuanto menos un detonante, de carácter psicosomático.

Dicho lo anterior, y existiendo consenso acerca de que el camino que conduce hasta la comprensión de esta realidad es siempre hacia dentro de nuestro propio ser, hoy me pregunto y no tengo respuestas para esta duda, el porqué la sociedad está estructurada de forma que empuja al individuo hacia fuera e incluso demoniza el intento de tomar cualquier senda interior.

Incluso, y esto llama profundamente mi atención, esta presión resulta inversamente proporcional a la edad, de tal modo que es mayor en la franja de edad más vulnerable, en la que la aceptación y opinión del grupo tiene una importancia considerable, para ir relajándose conforme tenemos más años. Quizás cuando ya el tiempo y la experiencia van relajando en nosotros mismos esa necesidad de aprobación, como si llegado un punto el grupo nos diera por perdidos y aceptara nuestra existencia como el peaje inevitable al descontrol social.

Viene al caso esta reflexión por varios sucesos que he escuchado u observado en poco espacio de tiempo. Me refiero tanto a esto que llaman «Proyecto ballena azul» donde, protegidos por el anonimato de la red y en diversas partes del mundo, se está jugando a desmembrar la mente infantil o adolescente hasta el punto de hacerla perder cualquier atisbo de autoestima (y yo añadiría de conexión con la propia divinidad), para, ya desprovistos de voluntad, terminar empujando a sus víctimas al suicidio. Pero también a otro hecho menos explícito pero muy preocupante, cómo el entorno social de amigos, en muchas ocasiones alentados y apoyados por sus progenitores, acotan, para poner en estado de sitio, a cualquier miembro joven del grupo cuya intermitencia indique una intención de tomar alguna de esas bifurcaciones interiores de las que hablaba.

El caso es que, a fuerza de observar, he venido a percatarme de algo curioso e interesante en lo que al comportamiento del grupo se refiere, y es que parece que el clan puede estar dispuesto a permitir cierta heterodoxia siempre y cuando se pague cierto peaje dogmático. Me explico. Parece ser que puedes salirte de los grupos más o menos convencionales solo para meterte en algún otro grupo registrado socialmente, que te imponga de nuevo ciertas normas grupales dirigidas a controlar, de algún modo, tu individualidad. Poco importa que el nuevo nombre responda al apelativo de friky, gótico o incluso conspiranoico siempre y cuando aceptes reglas y dogmas, sean estas del tipo y naturaleza que sean.

Sin embargo, si lo que el individuo pretende es abandonar cualquier senda dogmática para replantearse lo aprendido e indagar en su soledad, dentro de ese ejercicio del «ir hacia dentro», a fin de intentar encontrarse a sí mismo en algún tramo del sendero, deberá enfrentarse a una reacción del grupo que siempre me ha recordado a la que se producía en «La invasión de los ladrones de cuerpos», dirigido por Don Siegel en 1956, (film que a mí siempre me ha resultado inquietante y difícil de olvidar, precisamente por la indefensión que produce el sentirse vigilado y controlado por los que deberían ser tus aliados). O la mucho más reciente The Host, basada en best seller de Stephenie Meyer, la autora de la famosa saga de Crepúsculo.

Es como si el grupo reaccionara a estas diferencias empujado por un miedo atávico al poder personal que esa valentía del mirarse implica y supone.

Mi duda es: ¿quién propicia este comportamiento social?, ¿a quién beneficia y de qué forma ese control colectivo hacia el individuo, por parte del propio grupo?

¿Te lo has preguntado alguna vez? Yo sí.

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