MEMORIAS DE UNA CITA MÉDICA EN EL DÍA DEL SORTEO DE NAVIDAD

Teníamos cita médica a las cinco y media; no tienes tiempo de ir a casa y tienes que improvisar.
Vas a buscar a tu hija; sales a las dos de la tarde, solo son cinco kilómetros, pero dan las tres y aún no llevas recorrido la mitad del trayecto.
Y ves un aparcamiento y te tiras de cabeza sin pensarlo, pero pones el GPS y aún tienes cerca de dos kilómetros por delante, bueno, es bonito caminar bajo la lluvia, piensas. Pero la lluvia arrecia y las aceras tienen desembocaduras, tubos a ras de suelo que desalojan chorros de agua, pareciera que de las viviendas aledañas; como si no hubiera sobre ellas techos para protegerlas.
Te colocas el bolso de mochila, cuando lo compraste te pareció buena idea, pero aún así se resbala y tienes que colocártelo una y otra vez, mientras haces equilibrios con el móvil, que te sirve de baliza, empapado hasta no obedecer las órdenes de tus dedos. Piensas que nada puede empeorar y entonces notas algo punzante en la planta del pie izquierdo; se te ha metido un chino en el zapato.
Le has mandado un mensaje a tu hija «entra y siéntate, la reserva está a mi nombre; corro cuanto puedo pero aún tardaré diez minutos». Porque reservaste mesa para evitar contratiempos en un día lluvioso y te la guardan hasta las tres y cuarto, pero llegarás corriendo y ahogada, y no antes de y veinte.
Tú hija ve el mensaje cinco minutos más tarde «aún no he salido… Ya voy».
Para entonces ya tropezaste un par de veces.
Corres aún más y llegas a la puerta del restaurante, empapada, jadeando, con el bolso descolgado y manteniendo a duras penas la dignidad de bolsillo que te regalaron a los cincuenta.
La mesa sigue reservada.

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