Pan de dos días

PAN DE DOS DÍAS

Fue un veinte de julio. Era un día de sol sin ganas y las alondras habían tardado en romper el mutismo vespertino.

Me levanté arrastrando la apatía con la que llevaba días conviviendo. El calor era sofocante y decidí tomar una ducha y una limonada bien fría.

Comencé a preparar el ritual: recoger los cabellos en la nuca, abrir el grifo, dejar caer la ropa mientras escucho el agua y el vaho empaña el espejo. Entrar descalza sobre la piedra aún fría, sentir el agua sobre el rostro, oler a coco y azaleas mezcladas con algunas notas de cloro; respirar hondo mientras la suave tibieza relaja los músculos y la tensión de mi cuerpo se va colando por el sumidero.

Tras la ducha me sentí más serena, aunque la desgana se negaba a abandonar su trinchera.

La madre apareció a mediodía. Venía con el uniforme de madre almidonado y recién planchado. Blandía noticias en la mano derecha y arrastraba con la izquierda su carro de la compra. Dentro olía a guiso y a pan de dos días; ella, olía a talco y jabón verde. Llevaba la cara lavada, el cabello recogido en la nuca y su bata de cuadros; tenía tres con diferentes telas y el mismo patrón. Aún conservaba algunas faldas estrechas, blusas sin cuello y vestidos de vuelos contestarios, pero los había encerrado en el desván donde encadenó a la mujer del espejo junto a su vestido de novia.

Traía una fiambrera con reproches recién cocinados que comenzó a sacar y depositar ordenadamente sobre la mesa de la cocina. Colocó debajo los «no te acordaste de llamar por mi cumpleaños» y sobre estos los «sabes que tu padre no anda muy católico»; al final  «un día de estos me muero y no te enteras».

Apenas logré titubear alguna excusa a medio montar mientras trasteaba aquí y allá, esquivando sus ojos.

Con el dedo como puntero, desplegó para mí datos de tareas no presentadas y pespuntes deshilvanados; pero yo ya arrastraba cuerpo de vacaciones y fui hundiéndome en la butaca hasta perder su presencia. Para cuando se percató de las noticias que aún guardaba en el bolsillo de su bata, ya no nos veíamos las caras. Yo me había puestos los auriculares y escuchaba la cuarta sinfonía para rumores y lejanías, así que apenas pude armar un par de frases de dudosa coherencia: «la encontraron en el río», «parece…» «se cuenta…», «bendito sea…» «Dios nos libre…»

Arremetió mi mutismo con algunas referencias balbuceantes a noticias familiares «Tu primo se casa en septiembre», «Mariela por fin se quedó embarazada», «Rodrigo se graduó con honores; ese chico llegará lejos»… y con el lejos, una mirada comparativa donde yo no salía bien parada.

Advirtiendo mi falta de interés decidió pasar a la sección de entrevistas; «¿qué te parece el nuevo párroco?» y, cayendo en lo inútil del intento, acabó por responder ella misma; «olvidé que tú no vas a la iglesia… pues resulta que don Juan se marchó al obispado y nos mandaron a un cura pelanas; lo que hay que ver».

Para cuando se le acabaron las noticias el almidón se le había deslucido y un castillo de naipes se había interpuesto entre nosotras; ni ella ni yo supimos mantener la mirada al silencio que, incómodo, empujó la silla y señaló la puerta.

Arrastré mi indolencia todo el día. Me almorcé la culpa de mi descortesía con un sándwich de atún y un plátano algo pasado, mientras pasaba canales sin identificarlos. Me quedé dormida con el mando en la mano. No noté la transición. Solo, quizás, algún cambio en la atmósfera que se fue haciendo espesa hasta adquirir entidad física.

Olvidaba algo importante, estaba segura. Algo se me había extraviado. Recordar, buscar, revisar…, tenía que volver a revisarlo todo. Se hacía tarde; debía llegar a algún lugar que no lograba recordar. No encontraba las llaves del coche. Entonces recordé que no tenía coche, yo nunca había aprendido a conducir. La noche se me echaba encima y llegaba muy tarde.

Me despertó el periquito de la vecina, dibujando para mí un tren intempestivo con parada en un andén flotante, en el balcón de mi casa. El revisor gritaba ¡a comer!, ¡vamos!, ¡deprisa!, la mesa está puesta… y yo sentía la urgencia creciente y el repentino desinflarse en el alivio de una realidad desechable.

Decidí dar un paseo y salí de casa con el cielo ya malveando. El sol seguía sin ganas, ahora de marcharse como antes de mostrar su presencia. El aire pesaba y la ropa, sabiéndose incómoda, se había sujetado como niño que teme caer al vacío.

Vi al hombre en la esquina de la iglesia, junto al campanario. Me miraba fijo, sin un gesto que lo delatara sabedor de que su mirada se había cruzado con la mía. No sonrió; tampoco disimuló.

Cejijunto; más ancho de hombros que largo de brazos. Tenía los ojos pequeños y el labio inferior montado sobre el superior. Cabello de color sin importancia, mal cortado y peor aseado. La camiseta amarilleaba por zonas, semejando ondas expansivas con centro en cuello y axilas. Pantalones de talla única, atados a la cintura con un ceñidor de cuero deshecho y botas amarillas de mucho andar por el campo.

Dudé; las miradas no se sostienen y, de hacerlo, al menos se acostumbra a devolver una sonrisa expiatoria. Pero busqué entre mis notas y comprobé que aquél no era un rostro de agarrar el bolso bajo el brazo y caminar con la cabeza gacha; aquellas eran facciones de «pobre criatura, que desgracia para esos padres».

Por eso no bajé la mirada, ni agarré el bolso bajo el brazo, ni caminé sin levantar la cabeza. Por eso me quedé mirando y me pareció descortés no contestar. Porque aquella era una cara de «qué lástima de madre, no te le quedes mirando», de «niña, no seas descarada, bastante desgracia».

El estómago me advirtió con recuerdos anticipados de un futuro presentido, pero yo no supe negarme. Necesitaba demostrar que no era una chica de «vamos a burlarnos», de «corre que no nos pille»; así que, cuando me indicó que me acercara, me sentí pillada, no supe inventar una excusa y le devolví una sonrisa forzada, de estómago fatigado y garganta palpitante.

El sol se arrastraba ya ensangrentado por el horizonte. El hombre despedía un olor fúnebre, a flores secas y agua pesada.

Le seguí sonámbula, con la indigestión de un olvido y la vergüenza de mi grosería. Le seguí mientras pensaba en la madre, buscando ecos de palabras no escuchadas; intentando recordar uno de aquellos cuentos de érase una vez, pero ya no.

Los árboles se colocaron a mi espalda sin avisar, ocultándome la senda y el pueblo. Entonces el hombre se volvió y la realidad desechable volvió a mi presencia. Su mirada ya no era la de «pobre diablo, que pena de vida» era mirada de pozo ciego, de puerta de armario abierta en la noche; de llaves del coche perdidas y trenes en andenes flotantes.

No llegué a reaccionar, agarró el cuello de mi camiseta y tiró con fuerza. Quise gritar, pero apenas llegué a imitar un graznido en idioma extranjero, sin la confianza necesaria para llegar a ser, siquiera.

Tropecé con una raíz que se había asomado a poner la zancadilla. Las hojas me llenaron la boca de sabor a cartón mojado. Algo mordió el pulgar del pie con el que había tropezado; vi la uña, haciendo equilibrios, intentando escapar del infierno presentido.

En mi cuerpo las sensaciones iban al ritmo frenético marcado por los latidos de mi corazón, sin permiso de detenerse ni opción para identificarlas.

Supe que debía hacer algo; correr, empujar, gritar, agredir, despertar…; pero las preguntas se pisaban unas a otras. Mi voluntad había soltado las riendas y tropezaba intentando agarrar los cabos que culebreaban sin dueño a mis pies.

No vi más. Algo tapó mi rostro y el olor fúnebre se me echó encima profetizando mi sino. El tirón no amainaba y con cada intento de llenar mis pulmones tragaba una bocanada caliente y espesa que tiraba de mi estómago en una arcada seca y dolorosa. Me sorprendió el ahogo y un golpe hueco en la nuca con sabor a sangre metálica.

Intentaba desenredar la madeja de mi mente sin poder moverme. La prenda, de espeso olor acre, tapaba mi contacto con el espacio y no pude discernir si mi espalda respaldaba o empujaba el suelo.

Entonces te recordé, mamá. Entonces conseguí poner de nuevo en posesivo el artículo neutro que te acompañó desde mis catorce, y recordé las palabras nunca escuchadas: la chica encontrada junto al río, muerta y desnuda, aún con la cara tapada, como postrero gesto misericorde.

Y quise parar y recoger los naipes apilados entre nosotras, y rebobinar la vida hasta la comida a la que debí haberte invitado. Pero el tiempo es un maestro implacable que no acepta prórrogas ni revisiones.

En ese tiempo sin tiempo, instante eterno y fugaz, sentí miedo y culpa y angustia y rabia.

Y coloqué en el confesionario la falacia repetida; porque sí, las madres sí tienen preferencias y cogen manías…

Manías de sueños enterrados, de mañanas repetidas y de tardes de cansancio; de surcos en el espejo, de cabellos sin el color de las fotografías conservadas con mimo y de espejos que se distanciaron hasta no saber de qué conversar. Espejos que un día reflejaron a la mujer despedida sin preaviso; a la mujer sustituida por la madre envejecida y seca; con la piel surcada con líneas de paladares agrios y proyectos engullidos con los ojos cerrados. De te quieros no escuchados, de yoes invisibles y tues omnipresentes.

Las madres cogen manías como las hijas guardan rencores. Rencores de ecos de llantos en cunas inmóviles, de miedos despreciados y niñas sustitutas. De juguetes devueltos, de pide perdón, de tu hermana es más pequeña y de quítate esa pintura de los labios.

Rencores compartidos que enredan el idioma y taponan los oídos con sinfonías para rumores y lejanías; que extravían adjetivos posesivos y los sustituyen por artículos determinantes, neutros e impersonales.

Y quise encontrar la esquina en la que dejé de mirarte y dejaste de verme; el día que no busqué más tu pecho para refugiarme y tú olvidaste leerme un cuento antes de dormir.

En ese tiempo sin tiempo, recordé el primer día que no aplaudiste un dibujo, el día que te conté un secreto y me devolviste una sonrisa forzada e impaciente; la noche que me arropé sola y dejé de esperarte. También recordé el día en el que te pedí que le cedieras tu sitio a un amigo para mi función de fin de curso.

En ese tiempo sin tiempo, en el momento eterno, evoqué los llantos sordos que fingí no oír porque mi agenda estaba completa de ahoras recién descubiertos. Los apuros que simulaba no ver, para que no notaras que veía como se te hundía la alegría y se te escapaba la mujer del espejo.

Miré para otro lado porque no me quedaba tiempo que darte y tú fuiste guardando en cajas mis risas y todos mis dibujos; aquellos en los que tú y yo éramos protagonistas y donde los otros eran solo pequeños trazos apenas esbozados en los márgenes exteriores de nuestro mundo.

Y ya no pude seguir buscando, porque el peso de mil vidas se me echó encima robándome el poco aire que dejaba la prenda sobre mi rostro. Un dolor lacerante prendió en llamas mi entrepierna y lloré; lloré sin voz, sin lágrimas y sin vida.

La fugaz eternidad se me acababa sin alcanzar el instante en el que te sentí una extraña; el momento en el que dejaste de entenderme y yo dejé de conocerte.

Ahora repaso todos los rostros que nunca llegué a conocer y quise haberte llamado y decirte que te quería; que sentía el abandono de la mujer del espejo, que me hubiese gustado no pedirte que le cedieras tu sitio a aquel amigo que jamás volví a ver; que debí pedirte que te soltaras el moño y te descalzaras, que te quitaras la bata de cuadros y te pusieras uno de mis saltos de cama y te quedaras a comer. Que no tenía prisas por llegar a ningún sitio, que el día no estaba para salir a pasear, que siempre me habían aburrido los programas enredados en la pantalla del televisor.

Hubiese querido cambiar muchas cosas, porque en aquel tiempo sin tiempo, en el tiempo de no te vuelvo a ver, rememoré tu rostro, mamá, y añoré el olor a pan de dos días.

 

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