Retratos de familia y sus misterios

Hola de nuevo, amigos:

Hoy me vais a permitir que me salga un poco de los temas que solemos tratar y os cuente una historia.

Veréis, este tiempo de silencio, pasando unos días con mi familia y disfrutando del mar y la naturaleza, me ha servido para reflexionar.

Una de las cosas sobre la que he tenido la oportunidad de pensar ha sido sobre cómo las épocas van cambiando las realidades, y cómo realidades apenas superadas se van convirtiendo en nebulosas hasta desaparecer casi por completo en apenas dos generaciones.

No soy persona que ande rebuscando en las arcas del pasado, sobre todo si ese “rebusco” no sirve más que para revivir y mantener activos sentimientos destructivos, sin embargo hay dos cosas que me han convencido para escribir esta historia:

La primera ha sido comprobar la sorpresa e incredulidad de mis hijos al leer el relato sobre su propia bisabuela, mi abuela María, que escribí hace poco y titulé “Historia de un amor adolescente”. Para ellos simplemente se trataba de una realidad inconcebible.

Pensé que eso estaba bien, que significaba que su mente había dejado de crear la posibilidad de una realidad como aquella, pero también recordé una frase que había escuchado hacía ya tiempo: “el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla”. Y decidí que si bien quería que esta fuera una historia superada, no debía olvidarse al extremo de correr el riesgo de repetirla.

El otro motivo tiene que ver con lo que yo considero que merece la pena ser recordado.

En esta, como en tantas otras historias, hay protagonistas nefastos que no aportaron a sus vidas ni a la memoria colectiva más que miseria y cobardía, pero de esos no quiero recordar ni los nombres; creo que lo mejor que puede ocurrir con ellos es que las corrientes del tiempo los vaya diluyendo hasta convertirlos en nada. Sin embargo hay nombres que sí quisiera que quedaran recogidos de algún modo en este relato, aunque esta crónica no pueda ser considerada una Historia con mayúsculas sino solo una pequeña y humilde crónica familiar; hombres y mujeres de los que nadie recordará el nombre porque nunca participaron en grandes gestas, pero que hicieron grandes pequeñas historias y contribuyeron a engrandecer el género humano.

A ellos va dedicado este relato, a ellos y a dos personas fundamentales en mi propia biografía: Mercedes Marín Romero y José Rodríguez Téllez, mis abuelos paternos.

«RETRATOS DE FAMILIA Y SUS MISTERIOS”

La vida de Mercedes comienza siendo la crónica de una mujer sola y termina constituyendo un relato de cómo un ser humano puede dar la vuelta al destino, si es preciso, y sacar rosas de los espinos. Hija única de Dolores Romero y Claudio Marín, perdería a su padre de una mala pulmonía cuando apenas contaba diecinueve años y a su madre poco después de casarse.

José era el segundo de nueve hermanos; Andrés, José, Manuel, Juanico, Antonia, Antonio, Vicente, María y Diego.

Su historia fue una más, como tantas otras en aquellos años. Dos vidas humildes que se unieron para crear una nueva.

Y en eso debió haberse quedado de no ser porque el destino tiene sus propios cauces, y en ocasiones estos derivan en corrientes de las que no es posible escapar.

Para cuando estalló la guerra, Mercedes y Joselito, pues era así como todos lo llamábamos, ya se habían casado y habían tenido tres hijos; un chico, Antonio, y dos chicas, Dolores y Luisa. Aunque el nombre legal de esta última fuera María, no era raro por aquellos tiempos que se inscribiera al recién nacido con un nombre en el registro y que el padrino le pusiera otro al asentarlo en la iglesia y, por lo común, este último era el que se terminaba usando.

Fue entonces cuando las corrientes del destino vinieron a llamar por primera vez a la puerta de esta familia.

Una noche al volver del trabajo, pues los horarios laborales de la fecha eran fáciles de recordar, de sol a sol, aún sin haberse quitado los mamelucos que protegían posiblemente uno de los dos únicos pantalones de los que disponía, Joselito fue requerido por el hijo de uno de sus vecinos.

Según me contó mi padre, el muchacho, de la familia de los Hurones, venía a solicitar su ayuda, pues su padre había muerto y no tenía cómo llevarlo al cementerio para enterrarlo.

Ya sé que, desde nuestra visión actual de orden social, esto puede parecernos extraño, pero en aquella época no existían compañías de seguros que se encargaran del sepelio, o al menos no era algo que se conociera a nivel popular.

Lo cierto, e ignorando si en aquella ocasión mi abuelo pudo pecar de ingenuo o imprudente, es que Joselito se ofreció a prestar la ayuda solicitada y, entre ambos, trasladaron el cuerpo hasta el cementerio para darle sepultura.

Los problemas vinieron después, cuando las autoridades descubrieron el enterramiento. Al parecer la familiar no había cumplido con el requisito de dar parte a la iglesia de la muerte, con lo que aquello fue considerado legalmente como un entierro comunista o ilegal, que para el caso venía siendo lo mismo.

En consecuencia, tanto el hijo del muerto como mi abuelo fueron trasladados al canal, donde este último permanecería preso durante seis meses.

Durante ese tiempo mi abuelo, que se daba maña usando las hojas de palma como materia prima para fabricar asientos, cestas y otras muchas cosas, se dedicó a hacer sombreros en sus ratos libres. Tanto él desde dentro, como mi abuela desde fuera de la prisión, vendían aquellas prendas para sacar algún dinerito con el que sustentar mínimamente sus necesidades.

Esto fue así hasta que un día un cura fue a confesarlo. Sí, porque al parecer el mencionado delito era acreedor de pena de muerte, y la sentencia iba a ejecutarse en breve.

Recuerdo que mi abuelo me contó innumerables veces esa conversación, aún me parece escucharlo decir:

“Me pidió que me arrodillara, y cuando lo hice me dijo:

__ ¡Arrepiéntase usted de sus delitos!

A lo que yo le contesté:

__ Mire usted, por lo que estoy pasando aquí dentro querría hacerlo, pero no puedo.

__ Pues ¿qué ha hecho usted para estar aquí?__ me dijo.

__ Mire usted, lo que dice la Biblia: “Ayuda al prójimo y da sepultura a los muertos”__ y le conté lo que había pasado y también que yo no sabía si se había dado parte o no a la iglesia de aquella muerte. Entonces el cura me preguntó.

__ Eso que usted dice ¿es verdad?

__ Vaya usted a informarse­­__ le contesté.”

Y aquel cura pareció conmoverse con la situación de mi abuelo y ciertamente debió informarse, porque poco tiempo después lo pusieron en libertad y pudo volver a casa con su familia.

Y así es como esta historia pudo tener una segunda parte, gracias a que las corrientes, por violentas que sean, a veces encuentran nuevos cursos.

Y en esta segunda parte es donde nacerían, primero mi tío Juan Manuel y por último el benjamín de la familia, mi padre, Andrés. Mi abuelo había nacido en 1896 y mi abuela en 1902, así que cuando nació mi padre, en 1943, él tenía 47 años y ella 41.

Según ha contado siempre mi padre, la familia se trasladaba durante dos meses y medio en verano a un melonar en la Vega de Mairena. El melonar no era de ellos, por supuesto, era de un terrateniente llamado Antonio Felisa, que se portó muy bien con la familia. Al parecer les cedía las tierras para que las explotaran durante la época de melones, y a cambio cogía los que necesitaba para su casa. Una vez al año, además, mataba un cochino para que lo metieran en salazón y tuvieran carne de la que ir tirando para el sustento familiar.

Así que durante esos dos meses y medio de verano vivían todos en un sombrajo que el padre de familia construía para la ocasión. Los mayores tenían que atender, además, a sus propios trabajos, así que los más pequeños hacían el viaje en mula hasta Mairena dos veces por noche, para llevar a la casa familiar los melones que habían recogidos, y que su madre los vendiera al día siguiente. Cada vez que lo hacían debían pasar por el Filato, una casetilla con guarda que había en cada entrada al pueblo y donde se pagaba el tributo correspondiente a la carga que se traía y que se iba a vender.

Cuenta mi padre que, teniendo él solo seis años, iba sobre la mula por las noches camino del pueblo y todos los olivos le parecían hombres agazapados para atacarlo. Narra que una de esas noches, muerto de miedo, se metió en la cubeta de una jangarilla, que son las cestas que cuelgan a ambas partes del mulo para llevar la carga, y allí se quedó dormido. Lo encontrarían a la mañana siguiente tras buscarlo de forma infructuosa durante toda la noche.

También le he escuchado decir que a su padre le aterraban los truenos y los relámpagos, y en alguna ocasión llegó a coger a toda la familia de noche, en plena tormenta, para regresar al pueblo, aún lloviendo a mares, y escapar así de sus fantasmas.

Una de las historias familiares que dejó huella en el alma de quienes la vivieron tiene relación con lo que, al menos en esta Andalucía nuestra, se llamaban los hombres del saco. Sí, esos con los que durante mucho tiempo se asustó a los niños diciéndoles que si no se portaban bien vendrían para llevárselos en su saco. Por aquellas fechas las noches estaban habitadas por estos personajes, aunque su realidad nada tenía que ver con la que le contaban a los niños, era mucho más simple y también mucho más dura. Se trataba de prófugos de una justicia que consideraba delito el pensamiento y a veces hasta las meras circunstancias personales. Hombres, por lo general, que se escondían de día y caminaban de noche, cargando sus pocas pertenencias en un hato anudado sobre el hombro, llamando a las puertas que consideraban más o menos seguras para pedir algo con lo que alimentarse y continuar su huida. Por lo general la gente, cargada de buenas intenciones pero también de muchos miedos, les daba algo para comer o vestir y les cerraba la puerta.

Mi padre recuerda una noche en la que uno de estos hombres llamó a casa de sus padres, era muy delgado y canoso, y portaba su pequeño hato sobre el hombro. Mis abuelos lo hicieron pasar y atrancaron la puerta a sus espaldas, luego lo sentaron a la mesa familiar para que compartiera con ellos esa humilde comida, las más de las veces de un solo plato al centro, del que se daba cuenta por el procedimiento de cucharada y paso atrás.

Él siempre me ha dicho que, a pesar de ser pequeño en aquellos días, nunca olvidará cómo lloraba de emoción aquel hombre al poder compartir con ellos aquella reunión familiar; que durante la misma les contó toda su historia, el motivo de su desdicha y de su necesidad de huir.

Entre las temporadas en el melonar y otras donde Mercedes se ocupaba de la casa y sus hijos, y Joselito trabajaba en el campo, iban sobreviviendo. Cuando llegaba la época del verdeo, de nuevo era la familia al completo la que se reunía para dar un pequeño empujón a la economía familiar. Cuenta mi padre que, como él y su hermano Juan Manuel eran aún pequeños, su padre colgaba algún caramelo de los olivos y les decía que debían dar palos para poder coger los caramelos del árbol.

De este modo, la familia Rodríguez Marín sobrevivía con cierta armonía dentro de una España convulsa, en un tiempo especialmente duro.

Pero el destino volvió a girar hacia un caudal de corrientes peligrosas.

Fue durante el otoño de 1960 cuando una trombosis cerebral casi se lleva a Mercedes, que a duras penas sobrevivió al lance, aunque parte de su cuerpo quedó definitivamente paralizada y ya no pudo volver a levantarse de la cama o la silla donde sus hijos la acomodaban.

En aquellos tiempos la decisión de cuidar a una persona en semejante estado no era ni obvia ni fácil de tomar. De hecho, muchas de las familias de su misma escala social optaban por dejar que la enfermedad siguiera su curso hasta terminar con el enfermo. Puede parecer cruel, pero se trataba de decidir entre la supervivencia de un miembro enfermo o la de los que aún estaban sanos.

También en la familia de mi padre se llegó a plantear dicho dilema. Sé, porque mi padre me lo contó, que un tío suyo intentó hacerlos entrar en razón haciéndoles ver que aquello era una ruina que no iban a poder soportar. También sé que una de mis tías nunca le perdonó tal atrevimiento, aunque pudiera resultar completamente comprensible en la situación en la que vivían.

Lo cierto es que la familia se reunió y, para bien o para mal, unánimemente decidieron que harían todo lo necesario para cuidar e intentar curar a su madre.

Fueron ocho largos años de enfermedad, con momentos muy duros, en los que la familia puso todo lo que tenía y más allá, incluso aquello de lo que no disponían, para cuidar, proteger y vigilar a Mercedes.

Mi padre me cuenta que si bien es cierto que su madre padeció mucho, y que tuvo varios episodios donde se repitió la trombosis, además de algún colapso en el corazón -aunque por los datos yo diría que se trataba más bien de ataques epilépticos-, fue inmensamente feliz durante aquellos años. Imagino que porque sabía lo que su enfermedad suponía y lo que hubiesen decidido otras familias en su misma situación, y fue muy consciente del inmenso amor que su familia le profesaba y todo lo que pusieron durante esos años, en los que se fueron turnando día y noche a los pies de su cama, para que nunca estuviera sola.

Muchas veces he imaginado la escena que me describía mi padre, cuando la llevaba en brazos de la cama al sillón que tenían en el patio para sentarla un rato. Al parecer, mi abuela era una mujer doble, pesaba mucho y su situación no ayudaba en ese aspecto, y solo mi padre era capaz de cogerla en brazos. Me contaba que cuando lo hacía, ella lo colmaba de besos y abrazos durante todo el trayecto.

A pesar de su enfermedad, Mercedes era una mujer muy risueña. Mi tía Luisa cuenta que un día no paraba de reírse sola, y cuando le preguntó que de qué se reía ella le contestó: “No te vayas a asustar hija, pero es que estaba pensando en lo fea que es la muerte”. Cuando mí tía quiso saber qué significaba la enigmática frase, ella le contó que cuando había estado tan malita, en una ocasión en la que pensaron que no resistiría la noche, la había visto venir hacia ella desde la puerta de la habitación, que se le había acercado tanto que le tapaba la boca y la nariz y casi la ahoga; decía que era una vieja alta y muy delgada, vestida de negro, con un pañuelo anudado bajo la barbilla, muy seca y fea, y que además no tenía ojos.

Sí, porque en esta historia no faltaron algunos episodios de misterio. Al menos eso fue lo que me contaron tanto mi padre como mis tíos, todos menos Antonio, que murió el 27 de febrero de este mismo año. Tal vez algunos penséis que el relato de estos episodios se puede salir un poco del espíritu de la historia.

No sé si es así, pero sé que estos relatos forman una parte importante de su memoria, la de los protagonistas que aún viven y que me la han contado, y que para ellos poseen un profundo significado, así que he decidido incluirlos.

Desconozco si existió algún episodio anterior, no tengo ninguna referencia al respecto, sin embargo parece que la enfermedad de Mercedes estuvo rodeada de un importante halo de misterio.

Mis referencias comienzan justo en el momento en el que sufre su primera trombosis, al parecer fueron varios días en los que se temió seriamente por su vida. Durante todos ellos un perro color canela, de mediana estatura según mi padre y muy grande según mi tía (supongo que el tiempo desdibuja los recuerdos), dicen que aullaba durante toda la noche en la peana de la iglesia. Hay que decir que la casa de mis abuelos estaba junto a la iglesia, así que esto era igual que decir que el perro aullaba junto a su casa.

Supongo que no son capaces de recordar con detalle ni la raza ni la estatura del perro, pero mientras me relataban la historia pude observar cómo revivían la honda impresión que aquellos aullidos habían dejado impresos en su interior, y como se señalaban el brazo al decir “aquello te ponía los pelos de punta”.

Tal vez esto no hubiese pasado de considerarse una mera casualidad o una simple anécdota, de no ser porque el episodio se repitió en varias ocasiones, y todas ellas en las mismas circunstancia. En un par de ocasiones, el perro incluso llegó a colarse en la habitación donde descansaba mi abuela mientras la velaban sus dos hijas, que asustadas llamaron a uno de los hermanos para que lo echara de allí.

Un día, Antonio había salido a espantar al perro y se encontró de bruces con el dueño del can con el que llegó a tener una agria discusión.

Pero siempre que ocurría y que Mercedes estaba lo suficientemente consciente como para poder hablar, les decía lo mismo -“Hijos, no hacerle nada, dejarlo que viene a por mí y hasta que no me lleve no se va a ir”.

De tal modo que para la familia de mi padre, el aullido de aquel perro se convertiría en el oscuro presagio de la presencia cercana de la parca.

Como ya he comentado, todos se turnaban para hacer guardia junto a la cama de Mercedes, cada cual en la medida de sus posibilidades. Mi padre hacía su guardia a partir de medianoche. Cuando llegaba de trabajar, comía y se iba a la cama sobre las 9 de la noche, se levantaba a las 12 para hacer su relevo y velaba hasta la mañana siguiente, cuando debía volver al trabajo. Así lo hizo durante dos años, hasta que un día se durmió en el trabajo mientras estaba subido en una guindola, y sus hermanos decidieron eximirlo de las guardias nocturnas.

Durante una de esas guardias, dice que como al año de enfermar Mercedes, cuando le repitió la trombosis y creyeron que en esa ocasión ya no resistiría, vio que un gato negro se había acostado sobre la cama, a los pies de su madre. Desconcertado, pues las puertas y ventanas estaban cerradas y no entendía cómo podía haberse colado, lo echó de allí. Sin embargo, cuenta que a la noche siguiente volvió a repetirse el mismo episodio, aunque no recuerda que fueran más que en esas dos ocasiones.

El misterio, sin embargo, se vio reforzado por un acontecimiento muy posterior, sobre el año 1989.

Veréis, cuando estaba indagando sobre la vida de mis abuelos, quise contrastar los recuerdos de mi padre con los de mis tíos, y en ese empeño hablé en primer lugar con mi tía Luisa. Al comentarle el caso del gato, ella me comentó que no lo recordaba, lo que sí recordaba es que algo parecido había sucedido en la casa de su hermano Juan Manuel, donde vivía en ese momento mi abuelo Joselito, justo el año en el que murió. Un gato negro había entrado en la habitación, lo echaron y volvió a aparecer sin que nadie lograra explicarse por dónde había entrado.

En un intento por aclarar el dilema, decidí preguntar a una de mis primas, hija de mi tío Juan Manuel, para que ella hiciera otro tanto con su padre. No obstante, hablando con ella pude contrastar esta segunda historia, ya que al parecer ella misma dormía en la habitación de mi abuelo y fue testigo directo y asustado de tal hecho.

Así que, tras muchas indagaciones, pude deducir que un gato negro veló tanto a mi abuela Mercedes en 1961, en una de sus mayores crisis, aunque aún no en sus últimos momentos, como, veintiocho años más tarde, los últimos meses de mi abuelo Joselito, aunque él aún no había enfermado de gravedad.

Pero al principio de este relato decía que uno de los motivos que me habían impulsado a escribirla había sido la convicción de que había nombres que debieran ser recordados, aunque fuese en una pequeña crónica. Nombres que no quedarán en la Historia porque nunca participaron en grandes gestas, pero que hicieron grandes pequeñas historias y que colaboraron a engrandecer el género humano.

Uno de esos hombres fue don José López de Tejada, dueño y regente de la farmacia situada, entonces y aún hoy, en la calle Daoiz. No sé si en 1960 la calle ya se denominaba de este modo, aunque en Mairena siempre se ha conocido como «la farmacia de la calle la Iglesia».

Como decía anteriormente, la familia al completo había decidido hacer lo necesario para cuidar de Mercedes, pero a pesar de su decisión y buena voluntad, esto no dependía por completo de ellos. La atención médica y los medicamentos necesarios para tratar a mi abuela superaban con creces las posibilidades de la familia, así que todo dependía de la confianza y disposición de otras personas, entre ellas la de don José López de Tejada.

Esta era la farmacia más cercana al domicilio familiar y, aunque imagino que hubiesen llamado a otras puertas de ser preciso, no llegó a ser necesario. Don José escuchó la petición y explicaciones de los hijos de la familia y les dio una respuesta que bien podría ser enmarcada y tenida como prenda de honor y humanidad de aquel buen hombre, pues lo que recuerda mi padre haber escuchado fue “Mientras haya medicinas en esta farmacia, a tu madre no le va a faltar lo que necesite”.

Y aunque, poco a poco, los miembros de la familia fueron encontrando trabajos de mejor calidad que les permitió liquidar toda su deuda un año después de la muerte de Mercedes, durante ocho largos años aquel hombre, cuyo nombre es pronunciado con respeto por mi familia, hizo un ejercicio de confianza digno de ser recordado. El montante total de la deuda satisfecha en la farmacia, por los medicamentos necesarios durante la enfermedad de mi abuela, ascendió a 150.000 pesetas de las de entonces; solo como elemento de comparación, para poder poner en contexto dicha cifra, diré que el número 24 de la calle San Bartolomé, la que fue la casa familiar de Mercedes Marín y José Rodríguez, se vendió poco después por 100.000 pesetas.

Pero este no fue el único nombre que debo recordar en estas líneas, puesto que fue preciso de la buena voluntad de más gente que también demostrarían su grandeza.

En aquel entonces no existía ningún sistema de salud que garantizara ni atención médica ni medicamentos. La atención médica había que costearla, y por lo general se disponía del médico de cabecera y el médico de Sevilla, como se solía llamar al especialista, y que cobraba como honorario el doble que el médico del pueblo.

En esta ocasión el médico de cabecera era don José Amoriz y el especialista de Sevilla que atendió a mi abuela durante aquellos ocho años se llamaba don José Jiménez Jiménez, hermano de otro galeno bien conocido en Mairena, don Agustín Jiménez Jiménez, que también demostró su buen corazón, cada vez que le tocó el turno como médico de cabecera.

Según cuenta mi tía, don José Jiménez cobro 1.000 pesetas en su primera visita, pero en la segunda les recriminó que no le hubiesen informado antes de la situación económica de la familia y se negó a cobrar ninguna otra visita. Iba a visitarla una vez al mes. En una ocasión, cuando llegó, encontró a toda la familia reunida en la habitación y, temiéndose lo peor, preguntó que sucedía. Pero fue la propia Mercedes la que lo sacó de su error, era 24 de septiembre y sus hijos le habían regalado por su santo un disco de Manolo Escobar. Todos estaban reunidos a su alrededor escuchando Madrecita María del Carmen, porque a ella le encantaba.

Mis tías se apresuraron a pedir disculpas al médico y corrieron a quitar el disco hasta más tarde, pero don José no se lo permitió. A pesar de las quejas de mis tías, que decían que su tiempo valía mucho y no podían desperdiciarlo, el médico pidió una silla y se sentó a escuchar aquella canción junto a toda la familia.

También me cuentan que cuando don José Almoriz, su médico de cabecera, fue a visitarla a casa al principio de su enfermedad, tras terminar su reconocimiento le preguntaron el precio de sus honorarios. Don José, que ya conocía el caso, les contestó que la mitad que don José Jiménez, y mí tía puso 500 pesetas en sus manos. Don José Almoriz, que al ser vecino del pueblo, tenía una relación más cercana, pidió despedirse de la enferma. Lo hizo dándole un cariñoso beso en la frente y se despidió de la familia hasta la próxima ocasión. Poco después, cuando fueron a incorporar a Mercedes y ponerle bien la almohada, descubrirían bajo esta las 500 pesetas que deberían haber sido los honorarios del médico.

Tampoco puedo olvidar en esta historia a otro personaje muy importante. Su nombre era Diego, y aunque no he llegado a aclarar si se apellidaba León, en Mairena siempre fue Diego el Practicante. Este buen hombre, que también a mi llegó a ponerme una buena cantidad de inyecciones a causa de mis frecuentes anginas infantiles y al que mi mente de niña recuerda con modos algo hoscos y exabrupto fácil, quizás para esconder un corazón demasiado blando en tiempos peligrosos para ello, era lo que hoy conoceríamos como un ATS.

Diego, aunque no era el enfermero que tenía asignado mi abuela, le puso todas las inyecciones que necesitó. Me cuentan que cuando se le requería allí estaba, de día o de noche, incluso en pijama; más de una vez salió de su trabajo con su Vespa, pues también se encargaba de la seguridad sanitaria del almacén de Porres, para ir a atenderla.

Parece ser que, al morir mi abuela, su esposo, Joselito, fue a hablar con él y le solicitó la cuenta de sus honorarios; le dijo -«sácame la cuenta Diego, que de una vez no voy a pagarte, pero con el tiempo te lo pago todo»-; entonces, este buen hombre, le puso una mano en el hombro y le dijo «José, vete para tu casa, ¿es que no has perdido ya bastante?, ¿más quieres perder?», y nunca consintió en cobrar nada de lo que, supongo que debió haber sido una importante cantidad.

Mi familia me ha enseñado muchas cosas, entre ellas la verdadera alquimia, esa que puede sacar el más puro oro del más vil metal. Me enseñó que lo que podrían haber sido ocho años de infierno, pues las circunstancias habían puesto sobre el tablero todos los elementos para que así fuera, terminó siendo una época de grandes enseñanzas, de fuerza, de superación y sobre todo de mucho, muchísimo amor.

Durante esos ocho años Mercedes fue sin duda el centro absoluto de toda la vida familiar, el núcleo alrededor del cual giraba el pequeño universo de su marido y de cada uno de sus hijos; la escuela donde todos, incluso ella, aprendieron el significado de las palabras entrega, generosidad y ternura.

Pero esos años ella aprendió otras muchas cosas. Era mujer de guardar distancia y respeto a los novios de sus hijas, pero se encontró con Jesús, un hombre que no tuvo reparo alguno en compartir las guardias, darle masajes o calentar sus pies como si de su propia madre se tratara. Y Mercedes no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia y cuando le preguntaban que cuántos hijos varones tenía, dicen que solía responder __ «yo tenía tres, pero ahora tengo cuatro»__.

Y no me extraña, porque mi tío Jesús siempre fue un ser con tanto corazón, que creo que a fuerza de usarlo se le terminó estropeando en una ocasión, allá por principios de la década de los ochenta. Por fortuna encontró un buen mecánico y aún podemos disfrutar de su presencia, o a la postre, tal vez fue el cielo el que quiso que fuera aquel cirujano el que encontrara al guapo ángel de la guarda, de ojos azules como el mar, que lo acompañaría en los duros lances que le aguardaban años más tarde. Porque a aquel buen hombre, cirujano-cardiólogo de prestigio en estas tierras, el destino le deparaba un Alzeimer prematuro, que degradaría rápidamente su mente y sus recuerdos.

Aún hoy Jesús acompaña muchas de sus tardes, aunque su amigo y benefactor no pueda recordarlo. Eso dicen, aunque en ocasiones se queda mirándolo fijamente y le aprieta fuertemente la mano, tal vez sea su forma de decirle “no te conozco, pero sé que estás ahí”.

De mi abuela poco más puedo decir, ya que no llegué a conocerla.

De mi abuelo Joselito guardo recuerdos que llenan mis fosas nasales de olor a tierra húmeda, cuando íbamos a buscar patitas y dábamos largos paseos cogidos de la mano, mientras me contaba alguna historia o aquel interminable cuento de “Juan sin miedo”. Luego, por las tardes, antes de dormir, me cantaba “La Parrala” mientras yo le bailaba encaramada a la cama de mis padres.

Más tarde, ya en mi adolescencia, en tardes en las que mi madre se enfadaba y nos apagaba la tele, colocando su pequeño transistor en el centro de la mesa camilla, para que todos pudiéramos escucharlo. Aunque solo sirviera para que ya nadie pudiera descifrar las voces procedentes de aquel defectuoso aparato. El viejo transistor del que no se separaba y en el que escuchaba a su Betis de su alma, con un acusado temblor en su arrugada mano y los ojos ciegos abiertos de par en par, como si esperase ver una aparición. A su Betis y al Real Madrid a partir de que Rafael Gordillo fichara por el conjunto de la capital. Porque mi abuelo idolatraba al veterano astro verdiblanco, y lo siguió durante toda su vida. Años más tarde, cuando él ya no estaba entre nosotros, tuve la oportunidad de conocer al futbolista. Aún guardo la dedicatoria póstuma que le dedicó.

Foto-Gordillo

Recuerdo sus enredos con las monedas y cómo nos daba cinco pesetas para que le compráramos una media luna, cuando su pastelera favorita pasaba pregonando la mercancía que portaba en un canasto de mimbre; o cómo abría su monedero, también con forma de media luna, y te decía -“busca por ahí una pesetilla para invitarte a algo”.

Recuerdo también sus manos apretando las mías con emoción cuando, en las frías noches de invierno, me acordaba de que su circulación era deficiente y le llevaba una bolsa de agua caliente, que colocaba junto a sus pies.

Sin duda los recuerdos con mi abuelo son de los más dulces de mi infancia.

Pero indagar en esta historia también me ha deparado un pequeño regalo en relación a mi ausente abuela paterna. Veréis, siempre he sentido que tenía un vínculo especial con ella, a pesar de no haberla conocido, pues murió un año antes de que yo viniera a este mundo. Pero siempre achaqué esta sensación a la veneración con la que sus hijos me hablaban de ella. Una de ellas, mi tía Luisa, junto con su esposo, mi tío Jesús, fueron muy importantes en mi infancia. Una de las veces que mis padres emigraron a Basilea me dejaron con mi abuela materna, María. Durante ese año pasé muchos días, incluso temporadas enteras, en casa de mis tíos, que nunca habían tenido hijos. Ella me hablaba mucho de mi abuela y me decía -aún sigue haciéndolo- que yo me parezco muchísimo a ella; también mi tía Dolores lo ha hecho en alguna ocasión. Para mí eso siempre supuso un gran halago, tanto por lo que sé que supone para ellas, pues le guardan auténtica veneración, como por el hecho de que siempre escuché que era una mujer buena y jamás oí a nadie que quisiera rebatir esta opinión.

Ahora, durante el transcurso de esta investigación, he llegado a enterarme que existía una de esas sincronicidades mágicas que nos unía de algún modo. Mi abuela Mercedes murió un 26 de junio de 1968. También un 26 de junio, pero del año siguiente, en 1969, mi madre salía de cuentas de mi embarazo. No obstante yo fui un poco remolona, me retrasé doce días y nací un 8 de julio.

Seguramente no se trate más que de una pequeña anécdota, pero a mí me ha hecho ilusión conocer que existía ese pequeño vínculo mágico.

Según todos los testimonios que he podido ir recabando, Mercedes era una mujer muy risueña, extremadamente respetuosa y muy, muy bondadosa.

Mi abuelo Joselito, puedo decir que fue un personaje entrañable, que abrigó mi infancia y al que le profesaba, y aún lo hago, un profundo cariño.

Foto-familia

A lo largo de estas pocas páginas he intentado dejar testimonio de sus vidas, la de mi abuela Mercedes, la de mi abuelo Joselito y la de sus hijos, mi padre y mis tíos.

También he intentado hacer un humilde pero más que merecido homenaje a grandes hombres que significaron muchísimo en las humildes vidas de mi familia y que supongo harían otro tanto con muchas más familias.

Solo espero haber conseguido mínimamente las dos metas que me impulsaron a escribir estas líneas y que a vosotros os traiga dulces recuerdos de vuestra propia infancia.

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8 comentarios en «Retratos de familia y sus misterios»

  1. Francisco Jose

    Una gran historia, digna de ser contada, sobre todo para que sepamos apreciar el enorme valor humano de los personajes y al menos para mi, me deja una muy importante enseñanza, gracias por compartirla.

  2. montserrat

    Increíble la historia de tu familia, me has transportado allí.
    Reparte besamos a tus familiares porque son estupendos…..
    Las lágrimas que me han caído Mercedes, tú que sabes como soy sabes como lo he vivido mientras lo he leído simplemente gracias por compartirlo.

  3. Manoli Diaz Miranda

    Estupenda historia que los bellos de punta a mí cuerpo entero ha puesto. Vista la , humanidad, honestidad, honradez etc…de esas personas reales en ésta historia, que poco hoy en día se encuentre esos abjetivoscompasionabjetivostivos que ponerse a esas personas tanta alquimia que hoy en día a pocos se le puede poner.
    Me se ha quedado marcada mí mente consciente, por el mero hecho de no poder tener una historia, tan misteriosa y relevante a la vez
    Lo digo porque ésta persona que está escribiendo envidia tiene pero no mala, si no por no poder tener una historia de mis ancestros, por circunstancias de la vida, tan apasionante y misteriosa a la vez.
    Sólo puedo decir, que al leer lo del gato, puedo poner de ejemplo, pero no era animal, sino persona, y a esto me refiero que estando mí padre en sus últimos días, el solía llamar a su hermano ya dormido para no padecer dolor, y me llamaba a mí.
    Comprendía y decía ¿por qué llamaba a su hermano? Había muerto varios días antes que él, y yo decía que lo llamaba para llevarse lo con él. Pero nunca he logrado comprender,¿ por qué a mí todos los días me llamaba? Me dio por pensar, cuando ya me puse bien y acepté su muerte, que me llamaba porque siempre estuvimos muy Unidos, y se echaba la culpa de no haberme ayuudado en la vida real contra esas malas personas que durante tantos años me han hecho y lo siguen haciendo.
    Ahora hoy en día esté en el plano que esté no se separa de mí porque le pide perdón a la Divinidad por no haberme ayudado en ésta vida.
    Ah!!! Se me olvidó un detalle, mi tío murio un miércoles día 12 de Mayo, y mi padre a la semana siguiente un miércoles día 19 de Mayo en el mismo año.
    Aunque sea increibleY para los incrédulos mí padre cuando yo lo estaba pasando mal siempre se sentaba al lado de mí cama y me acariciaba y luego cuando se iba me quedaba viendo el hueco donde había estado sentado, y como yo le decía PAPÁ vete tranquilo que soy fuerte y saldré adelante y no se fue de mi lado hasta que no me ha visto con pareja estable, pero no se me presenta, pero sigue conmigo porque esas personas siguen haciéndome daño y a mí lo único que me queda para mí felicidad completa es tener a mis hijas conmigo, ya que él sabe que me fueron arrebatadas injustamente, y por eso no quiere pasar al plano final de la Divinidad.
    Perdonarme que me haya tirado por mí vida pero, como lo de mí padre fue y sigue siendo misterioso, por eso lo he contado.
    A día de hoy sigue conmigo, y no se marchará tranquilo, lo sé, porque mí corazón me lo dice, hasta que no recupere a mis hijas y mi felicidad sea completa, porque sólo el sabe lo que los dos hemos sufrido con esas personas.
    Gracias por esa bella historia y misteriosa, y por darme la oportunidad de contar lo que a mí me sucedió.

  4. Carlos

    Querida amiga, ya sabes que tengo dudas sobre la utilidad del pensamiento especulativo. Respeto el hecho de que a otros pueda serle útil, pero para mi, le veo una utilidad limitada. Doy mucho más valor a la experiencia real, vital que podamos tener.
    Por ello, me ha gustado muchísimo las historias de tu familia que nos has traído. Vidas sencillas, que a la vez son grandes ejemplos de amor y humildad y expresan la grandeza de esas personas. En realidad no podemos cambiar a las personas; lo único que de verdad puede llegarles es el ejemplo. Eso es lo que de verdad importa. Y no hay mucho más que decir.
    Un fuerte abrazo.

    1. Mercedes Rodríguez Autor

      Gracias amigo. Sí, lo sé, y tu sabes que tus comentarios y reflexiones son de mucho valor para mí.
      En realidad ha sido una experiencia muy muy intensa indagar y descubrir estas vivencias dentro de mi familia.
      Un abrazo.